Tuesday, November 2, 2010

El Loco Tío Nobel

Si fuera a decir algo de él, diría lo que todos dicen, esta loco. Un hombre viejo, afeitado, arrugado de mediana estatura y mediano grosor. Siempre tenía puesta una gorra de capitán como la del Tío Nobel. Y así le decíamos, el Tío Nobel, aunque su nombre era Don Cipriano. Todos los días pasaba por mi calle, gritando y vociferando historias de años que solo vivían en su cabeza. Cuentos como el de cuando cogieron al cabrón de Ortiz robando en la casa de Margot y cuando se entero el vecindario, una noche que lo vieron jendío en Doña Hilda's, entre todos lo cogieron y allí mismo le rompieron la madre. Así iban usualmente, todos recitados en tonos trágicos, con mucho lamento y a todo pulmón. Como si cada uno de esos cuentos los hubiera vivido en una vida pasada, o tal vez, en la que paseaba ahora mismo. Yo lo miraba por la ventana con intriga mientras paseaba su carrito de compras mohoso, lleno hasta arriba y cubierto con mantas viejas de distintos colores amarradas por sogas. Por los lados entre retazos de tela, cordones y corroción, solo se podían distinguir cajas de cartón desgastadas por bastante agua, mucho sol y algo de sereno.
En las mañanas bajaba y en las noches subía, a veces silencioso y sombrío, delatado por el sonido vibrativo del metal mientras las gomas chillonas se deslizaban por las calles descuidadas, o si lo cogía la lluvia, con botas de ule y chaqueta larga para protegerse del aguacero. No importara en cuál condición de salud física se encontrara, ya que la mental no estaba simplemente de vacaciones sino de retiro navegando la vuelta al mundo, o el mal que estuviera cayendo del cielo, cuando se asomaba el sol, salía de su casa. Luego del sol hacer su despedida, volvía a su misteriosa guarida donde desaparecía entre maleza y años de naturaleza creciendo con la libertad y apuro de recuperar su espacio robado. Un laberinto de árboles frutales y matojos comunes rodeando una casa con pintura desgastada por años de abandono, por donde solo se distinguía una marquesina completamente clausurada por carjas de cartón y algunas ventanas poco abiertas.
No se metía con nadie, era imposible hablarle, ignoraba completamente el mundo exterior, pero aún así interactuaba con la gente, usualmente afuera de la farmacia. Allí vendía boletos de lotería y lo hacía de la misma forma en la que empujaba su carrito de compras, recontando un ayer que nadie entendía, pero con una papeleta de billetes de lotería. Eso sí, también vi como algún ignorante o valiente se atrevía a cruzar la división entre su mundo y el de nosotros, ya fuese el de su persona o de su hogar. Y vi a aquella persona ocacionalmente transformarse y correr al intruso en su primera y probablemente única experiencia de ser perseguido por un demonio de setenta años con machete. Aparte de eso, todo lo demás era un misterio. Y así pasó por los ocho años que viví ahí.
Un tiempo después cuando volví ya no estaba, un día desapareció, como desaparece un caracol cuando se escabulle entre los dedos en la orilla del mar. Nadie sabía a dónde se había ido, los vecinos extrañados de no verlo, asumieron que había muerto. Un año pasó, y un dueño apareció para el terreno y su casa quedó remodelada y muy bien pintada. Alguna maleza la reemplazo el concreto, los árboles más viejos fueron los que sobrevivieron. De él más nada se supo, ni su carrito de compras apareció, un viajero solitario, por las calles de Villa Traición.

Monday, October 11, 2010

Gavilán Correa

Nadie quiere recordar aquella pelea ni todo lo que pasó a raíz del incidente. Yo tenía 16 años y puedo recordarlo todo con claridad. Yo te lo voy a contar todo, pero no te atrevas a preguntarle a nadie más. No van a querer decirte nada, o te van a mirar raro.
Nadie estaba celebrando nada. Era un domingo como cualquier otro, en el que la pereza, las ganas de emborracharse y el chismorreo tedioso eran la orden del día: ropa tendida en el balcón, intentos de reparar motores de autos de la década de las guácaras, música vieja de fondo y el sol caliente, como en los días de verano.
La casa de los Morales no era la excepción. Estaban los hijos de mi Tía Nita, todos sentados en la marquesina, tomando cervezas y escuchando música. El barrio parecía tranquilo, hasta que pasadas las tres de la tarde, se escuchó algarabía, y mi abuelo, un señor de casi 80 años, salió a investigar. Los domingos mi abuelo se levantaba a las seis de la mañana, se tomaba el café puya, le echaba maíz a las gallinas, se paseaba por el jardín, luego encendía la radio, se fumaba su cigarro, mascaba tabaco, y se ponía a mover las manos. Hacía juegos con los dedos, mientras miraba pa' lejos. Como recordando tiempos pasados. Hablaba sólo. Luego a las tres de la tarde tomaba una siesta. Era un viejo medio cascarabias. Recuerdo que una vez mi madre había ido hasta allá para ponerle un medicamento por inyección, y fui con ella. Al parecer yo anbaba muy inquieta y molestando a mi madre, entonces mi abuelo me agarró de un brazo, me llevó hasta una esquina de la casa, y me dijo: "Si sigues molestándola, te voy a dar tres nalgadas que te juro, recordarás este momento por el resto de tus días". No me pegó. Bueno, la cosa es que...
Mi abuelo se fue a investigar, más curioso que colérico porque no le dejaban conciliar el sueño. Cuando llegó a la casa de mi Tía Nita, mis primos estaban todos borrachos, peléandose porque uno le ganó al otro en no sé qué juego, y de pronto insultos, puñetazos en la mesa y gritos. Mi abuelo, tranquilo, les pidió que bajaran la voz, que no era necesario tanto escándalo. Beno, el hijo menor de Tía Nita, le dijo que "cerrara el pico", que se fuera a echarle maíz a las gallinas y que no fastidiara. Silencio nervioso. Mi abuelo se quedó muy serio, dió media vuelta y se fue. Que pasa, que mi Tío Andrés, policía, muy rudo y un poco temible en Villa Traición, estaba de pasada y escuchó el insulto. Entonces, agarró a mi abuelo por el brazo, caminaron hasta la casa de mi tía y dijo: "¿Quién fue el guapo que se atrevió a insultar a mi padre? ¿Quién se atrevió? ¡Que de un paso y me haga frente! ¡Cobarde!". Mi primo Beno gritó que había sido él, que no tenía miedo, y sacó una cuchilla que llevaba en el bolsillo. Tío Andrés caminó hasta donde Beno, y le dió el mejor puñetazo en el hocico que he visto en mi vida. Ni en las películas. Aquel hombre levantó al otro del piso como si no pesara nada. A ver esto, mi Tía Nita se abalanzó sobre el Tío Andrés, y este, le pegó una bofetada que la arrojó al suelo. Mis primos, todos, se fueron a hacer frente a mi tío y en esto, empujaron a mi abuelo, se dió contra la pared y cayó al piso.
La gritería se puso más intensa, y hasta allí llegaron Don Hernando, Riverita 'El Cojo', mi papá, Tito 'Guantes' y Gavilán Correa, uno que había estado en la cárcel. Yo me quedé muda en una esquina. Riverita 'El Cojo' agarró del pescuezo a Marcos, mi papá le pegó una bofetada a Jorge, Tito 'Guantes' estaba a puños con Horacio, Tío Andrés andaba forcejeando con otro de mis tíos que intentaba suavizar la cosa, y Gavilán Correa andaba corriendo detrás del Beno hasta que entraron a la casa. Se escuchó un disparo. Todos miraron al interior de la casa. Se quedaron helados. Nadie habló. Gavilán Correa salió por la puerta con cara de muerto y la camisa llena de sangre. "Maté al Beno, lo maté". Justo luego de haber dicho esas palabras, salió el Beno con la mano derecha cubriéndose la panza. Miró a todo el mundo. Miró a Gavilán Correa. Miró a mi papá. Se recostó de un silla y dijo: "Marcos, ganaste el juego. Mentí. Hice trampa", y cayó muerto en al suelo.

Wednesday, May 5, 2010

Yo fui porque me obligaron. En aquellos tiempos era imposible negarse a esas solemnidades: Que no quiero. Que vas porque vas. Que no quiero. Que te quiero ver vestido en menos de 10 minutos. Que. Que si vuelves a abrir la boca, te vas a comer los dientes. Ese día nos preparamos todos, mamá, papá, Isa y yo. Por suerte, todos y cada uno de los que vivían en Villa Traición también irían, así que estaba seguro de que vería a Eugenia. Si ella estaba no me importaba nada. Se había muerto Doña Celestina, la partera de todos, y había que darle el pésame a los Rivera.
Subíamos la cuesta, porque a los muertos se les velaba en las casas, y prontamente llegaba el olor a chocolate, a café, a caldo de pollo, a pan, a muerto. Con nosotros también subió Don Fermín y sus hijas. Los adultos hablaban de la muerta, Isa charlaba con Beatriz, y yo le miraba el cuello a Clara, fijándome a ver si veía el famoso lunar en forma de corazón del que todos los chicos del pueblo hablaban. A lo alto de la montaña estaba la casa, y pude ver a mucha gente conocida. La verdad, lo que se veía a lo lejos era un montón de sombras negras. Allí también estaba Eugenia.
Al llegar a la casa, la estampa de cualquier velorio de campo: la muerta en la caja, la familia llorosa, los niños correteando, las señoras chismeando y los hombres fumando y bebiendo. Poco después de las seis de la tarde, el velorio se había convertido en una fiesta. Sacaron una mesa de dominó y pusieron danzas de antaño. Doña Josefa sacó a bailar al licenciado Veguilla, Don Georgino se abalanzó sobre Doña Inés y de pronto una estampida de bailarines se apoderó de la cocina, la sala, el balcón y el patio. Yo sólo veía cómo la caja y la muerta parecían desplazarse por el salón. Pensaba lo genial que sería que la muerta se levantase enojada exigiendo el respeto a los muertos, el mismo respeto del que hablaban al subir la cuesta hacia la casa, y el respeto que habían olvidado entre el aguardiente y la caída del sol. Busqué a Eugenia con la vista, y la sorprendí mirándome. Vi que se mojó los labios con la lengua. Vi que se soltó el pelo. Vi que se levantó el traje enseñándome los muslos. Vi la gloria de Dios.
Cuando el reloj marcó las nueve en punto, y justo cuando me animé a cruzar entre la gente para llevárme a la Eugenia a una esquina oscura, una ráfaga helada salió desde el lugar más recóndito de la casa, atravesó la cocina y salió disparada por el balcón tumbando la mesa de dominó y partiendo en dos el árbol quenepas que guarecía la casa de los rayos del sol en los días más calientes de verano. Un rayo que venía desde el mismísimo infierno.
Como por arte de magia y a la velocidad de la luz, apagaron la música de un trancazo, agarraron carteras, bastones, sombreros y niños, y en manada, bajaron la cuesta sin mirar atrás. Se cerró la casa, se prendieron velas y se rezaron rosarios.
Al otro día todo el pueblo susurraba lo que había pasado en el velorio. Nadie se atrevía a pasar cerca de la casa. Nadie se atrevía a mirar a la familia de la muerta a la cara. Nadie se atrevía a mencionar el nombre de Doña... ... de la vieja partera. Yo maldije su nombre incontables veces por no haberme permitido llegar hasta los muslos de Eugenia. La maldije mil veces por haberme quedado con las ganas. La Eugenia se me escapó ese día, pero me la llevé poco después.

Sunday, February 21, 2010

Miércoles, 21 de abril de 1939

Me quedan semanas de vida. A la tumba me llevo tu nombre y tu olor. Si pudiera llevarte conmigo lo haría, aunque no quisieras. No puedo creerlo. No quiero morirme por tu culpa. Esperé la muerte desde niño y ahora que la tengo encima, no la quiero cerca. No le tengo miedo. Lo único que no me gusta es que es inevitable irme sin ti. Te quiero tanto para mí, que te contagiaría sólo para que vinieras conmigo. A veces, cuando te me acercas mucho, quiero agarrarte del cuello, besarte y decirte: "... en menos de un mes, estarás aquí, a mi lado, escupiendo sangre como yo ...". Eso me da ánimos. Ven conmigo.